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Día 20: Lugar

Cuando leí el disparador de hoy pensé que se me haría fácil encontrar en mi mente un lugar amado para describir. Sin embargo me di cuenta que, a pesar de que me gustan muchos lugares, no hay uno que viva fresco en mi memoria como para hablar de él en detalle. Bueno… quizá hay uno…

Muchas personas de mi época tienen grandes recuerdos de la casa de su abuela y yo me considero parte de las privilegiadas. El amor que siento por ese lugar no necesariamente es por el espacio si no por las experiencias que viví en él. Es uno de los hogares de mi ser auténtico y aunque el lugar como lo conocí de niña ya no existe, de alguna forma guarda parte de esa energía que activa la nostalgia aún cuando no estoy allí.

Cuando llegas a casa de mi abuela solo ves una casa con muchas flores. Probablemente no vas a imaginarte la magia que hubo detrás hace muchos años. Por el lado izquierdo hay un caminito y dentro de la casa hay una puerta que también te lleva a la parte de atrás. Una ves estabas allí todo era verdor. Arboles frutales, grama, arbustos y más flores. El olor lo recuerdo como grama recién cortada, cítrico y caca de gallina. La temperatura siempre fue agradable y para fin de año el friíto que se metía en las noches era divino.

La finca también tenía un rancho con una hamaca y un corral donde mi abuela tenía gallos y gallinas. Pero lo que de niña siempre me llamaba la atención era la quebrada que bordeaba gran parte del terreno. Emanaba una mezcla de aventura y peligro que a cualquier niño le interesaría. Era un arroyito bastante angosto y poco profundo, lleno de piedras, troncos, ramas y otras cosas que traía la corriente, incluyendo basura lamentablemente. Para llegar hasta allí había que bajar un risco que la gram mayoría de las veces recorría a toda velocidad y descalza enterrándome las piedras en la planta de los pies y llenándome los deditos de fango.

Sin embargo siempre le tuve respeto a la quebrada porque mi abuelo decía que podía contagiarme con vilarcia si me metía al agua. Algunas veces me cubría los pies con bolsas plásticas y me ponía las botas de goma enormes de mi abuelo. No podía quedarme sin meterme, aunque no pudiera sentarme, sumergirme o nadar. No hacía falta tocar el agua para saber que estaba fría. Me gustaba asomarme para ver los gusarapos y el reflejo de mi carita curiosa. Disfrutaba siempre del sonido del agua bajando, de los pájaros, de las hojas bajo mis pies. Me encantaba imaginar que algún día la quebrada sería más grande y profunda, que sus aguas estarían limpias y que podríamos bañarnos en ella.

El haber pasado tantos momentos allí es algo que no puedo para de agradecer. El contacto con la naturaleza, la sensación de libertad sin prejuicios y el estímulo a la imaginación y a la curiosidad que siempre recibí allí es algo que de adulta se me hace difícil encontrar. Aquel espacio fue un mundo de posibilidades y me siento afortunada de que permanezca intacto en mis recuerdos.

Consigna: escribí acerca de un lugar que amás

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